Domingo, 8 de enero de 2006
por KARLOS URRESTARAZU/ABOGADO Y MEDIADOR
Cuando surge un conflicto, sea cual sea su clase, entre dos o más colectivos o personas, bien ideológico, bien económico-comercial o de cualquier otra índole, son pocas las ocasiones en que los implicados se plantean sentarse a hablar cara a cara sobre ello y, cuando lo hacen, suelen acudir provistos de corazas y armas (las más de las veces, afortunadamente sólo argumentales) para encarar el proceso. Y es que nos hemos acostumbrado a, o bien judicializar los desencuentros, o bien cortar los puentes de la relación de modo permanente.
No me parece necesario hacer hincapié -ni siquiera mención haría falta- sobre los resultados que produce la ruptura de puentes en cualquier relación, sea ésta personal, comercial o institucional, porque resultan dolorosamente evidentes, mientras se prolongan en el tiempo.
En cuanto a las consecuencias de la judicialización, salvo en términos de dinero, no se suelen contabilizar, pero ¿qué hay de la zozobra, la incertidumbre o la desazón que conllevan los contenciosos judiciales? Nada se habla o escribe sobre ellos, puede que porque de momento carecemos de parámetros para medir estas variables científicamente; pero nadie que haya pasado por la experiencia de un proceso judicial (y da lo mismo que sea penal, de accidente laboral o de tráfico, matrimonial, civil, mercantil o contencioso-administrativo) podrá decir que no le asaltaron antes, durante e incluso después de tener el juicio, la zozobra, la incertidumbre y la desazón. El Juzgado acusa tardanza endémica y estructural, nos quejamos de la misma y, al tiempo, contribuimos todos eficazmente a engordarla presentando día tras día demandas, querellas, denuncias, que aumentan la bola de nieve del retraso judicial, porque pretendemos que unos terceros, los juzgados, emitan su veredicto acerca de asuntos que somos nosotros quienes mejor conocemos y, en consecuencia, podríamos explicar y gestionar más eficazmente. Paradojas de la condición humana.
Ni en España ni Euskadi, existe hoy en día una Ley de Mediación, aun cuando existan iniciativas, y algunas bastante experimentadas, principalmente en el campo de la mediación familiar; en alguna otra comunidad, en cambio, sí tienen esa ley y lleva algún tiempo operando. Esta carencia, tanto estatal como autonómica propia, de legislación ad hoc, nos permite acudir a la Mediación con la misma libertad de movimientos con que nos adentramos en internet: sin un corsé normativo. Yo diría que con la Mediación pasa, y auguro que va a pasar, como con todo lo nuevo y desconocido: será cuestión de probarlo, y cuando alguien lo haga y quede satisfecho, cuajará.
En los EE UU de América, por ejemplo, la Mediación está implantada, funciona con naturalidad y regularidad, se escribe y conferencia acerca de ella y está empezando a constituirse en un Método ampliamente aceptado, no en balde aporta una serie de ventajas respecto de la judicialización (más aún, por supuesto, respecto del 'corte de puentes'):
1. CONTROL sobre la marcha del proceso. En palabras de Jeff Kichaven ("Mediation is not for Sissies", -año 2.000, "Mediate.com", la web site del Foro Mundial de Mediación (W.M.F.)-, « en el procedimiento de mediación se obtiene más control que en el arbitraje parajudicial, en el cual el acuerdo es el sine qua non del éxito mientras que después los participantes suelen mostrar insatisfacción ante el resultado (en tanto que) en la práctica de la mediación, los clientes participantes salen con la certeza de que no han perdido nunca el control, que se ha desarrollado todo de forma no coercitiva para nadie e, incluso, amable dentro de la disputa». Tal control, y tan directo, es profundamente estimulante.
2. AHORRO DIRECTO E INMEDIATO. Las partes sólo han de pagar al profesional en funciones de mediador, de modo que pueden ahorrarse los honorarios de abogados y procuradores que conlleva acudir a pleito.
3. MÁS AHORRO AÑADIDO en lo que yo llamo 'economizar zozobras', un aspecto de entre los intangibles que, bien mirado, tiene más importancia en términos de eficacia real de la que se le suele dar.
4. SALVAGUARDA Y PROTECCIÓN DE LAS RELACIONES (LOS PUENTES). Llegar a acuerdos o, incluso, simplemente intercambiar opiniones y sensaciones acerca de un conflicto con la otra parte, tiene efectos terapéuticos evidentes en la recuperación de las relaciones y, en términos de mediación empresarial, son contabilizables en dinero y en contratos.
5. SATISFACCIÓN. Éste es otro intangible que adquiere forma casi humana en la actividad que ha sido sometida al proceso de mediación, porque genera una palpable autoestima en quien practica el Método.
Contra la difusión de imágenes preconcebidas acerca de que el proceso de mediación se basa únicamente en la buena voluntad de las partes, puedo asegurar que es una afirmación falsa, que no responde a la realidad, por lo menos en cuanto los escenarios que la escuela norteamericana alienta crear para trabajar la Mediación, y yo comparto. Afamados y prestigiosos mediadores como Robert D. Benjamin, John Keegan, Thomas Cleary, Martin Van Creveld y el ya citado Jeff Kichaven, por ejemplo, coinciden en describir el proceso en términos de estrategia guerrillera, es decir, bélicos, nada más alejado de la imagen de la Arcadia Feliz que algunos piensan es premisa mayor para encarar un proceso de mediación. Por el contrario, las razones para elegir el método han de ser prosaicas, realistas, ancladas en la realidad diaria, y las he planteado inmediatamente más arriba.
La Mediación se halla a medio camino entre la ciencia y el arte, y practicarla de modo eficiente y eficaz requiere conocimientos muy variados, tales como jurídicos, psicológicos, comunicacionales y de autoconocimiento, así como buenas dosis de empatía; todo ello es muy importante para conducir las sesiones de mediación hacia el éxito, sea éste en términos de cierre de un acuerdo o de transformación de una relación difícil, hacia la comunicación eficaz.
Una última observación: el Método de la Mediación no es, ni nadie serio podría afirmar algo así, ni el bálsamo de Fierabrás, ni la purga de Benito: es ágil, es económico, permite el control propio sobre el devenir del conflicto, se halla fuera de los corsés legales (no de la legalidad, pues un mediador en sus cabales nunca alentaría o permitiría acuerdos ilegales que se pudiesen echar para atrás por los tribunales); en resumen, es un proceso que requiere ser utilizado para conocer si interesa o no. Y es un negocio, lo que supone que el mediador ha de vivir de la satisfacción de los clientes.
Estamos, pues, ante una práctica a caballo entre la ciencia y el arte que, a mi entender y con el mayor respeto y veneración a su memoria, el buen e inolvidable Gabriel Celaya, no hubiese tenido empacho en tildar, como hizo con la poesía, como «un arma cargada de futuro».
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